Por Santiago Carranza-Vélez
Publicado en La Gaceta
Álvaro Uribe Vélez y Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timochenko, encarnan los dos relatos que han marcado la historia reciente de Colombia. Uno lideró la restauración del Estado frente al terror. El otro dirigió la guerrilla más sangrienta de Iberoamérica. Ambos protagonizan hoy un desenlace que parece una inversión trágica de valores: Uribe ha sido condenado. Timochenko está libre. Y Juan Manuel Santos, el político que entregó el poder moral del Estado a sus enemigos, ha sido condecorado con el Premio Nobel de la Paz. Pero detrás de esa escena final hay dos biografías que resumen medio siglo de tragedia colombiana.
Uribe nació en Medellín, en 1952. Su padre, Alberto Uribe Sierra, fue asesinado por las FARC en 1983. Desde entonces, la guerra dejó de ser un asunto lejano: se convirtió en herida personal. Abogado, formado en Harvard, fue alcalde, gobernador de Antioquia, senador, y finalmente presidente. Su estilo directo, su obsesión con el orden y su cercanía con la gente lo convirtieron en el líder más influyente del país en el siglo XXI.
Timochenko, en cambio, nació en el departamento de Quindío en 1959, en una familia comunista. Ingresó en las FARC con apenas 17 años, pasó por la Juventud Comunista Colombiana (JUCO) y recibió entrenamiento militar en Cuba y posiblemente en la URSS. No fue un improvisado: fue un cuadro político-militar disciplinado, ascendido por su capacidad operativa. A diferencia de otros comandantes, no tuvo visibilidad pública durante años. Su poder se consolidó en la sombra.
Uribe y Timochenko representan dos visiones del país: una que apostó por la ley, la otra por la revolución armada. Una que buscó restaurar el Estado; la otra, sustituirlo.
El ascenso y la guerra
A comienzos del siglo XXI, Colombia vivía al borde del colapso institucional. En 2002, según datos del Ministerio de Defensa, más de 400 municipios estaban bajo influencia de grupos armados ilegales. Las FARC, con cerca de 20.000 hombres en armas, controlaban corredores estratégicos, extorsionaban a alcaldes, dominaban economías cocaleras y reclutaban menores de edad.
Ese mismo año, tras el fracaso del Caguán y la ruptura del diálogo con las FARC, la población eligió a Uribe como presidente con un mandato contundente: recuperar el control del territorio y restablecer el Estado de Derecho. Su estrategia de seguridad democrática —basada en aumento del pie de fuerza, cooperación con Estados Unidos vía el Plan Colombia, y despliegue rural del Estado— logró resultados sin precedentes. Entre 2002 y 2010, los homicidios se redujeron de 28.000 a 15.000 al año. Los secuestros, de 2.800 a menos de 300.
En paralelo, más de 50.000 combatientes se desmovilizaron —incluidos paramilitares y guerrilleros— y las FARC fueron expulsadas de varias zonas históricas. A pesar de los cuestionamientos, la popularidad de Uribe se sostuvo en niveles superiores al 70%. Era visto como el estadista que salvó a Colombia de convertirse en un Estado fallido. Mientras tanto, Rodrigo Londoño —como miembro del Secretariado— supervisó atentados masivos, como el de El Nogal (2003), y dirigió estructuras narcoterroristas en alianza con carteles. En 2011, tras la muerte de Alfonso Cano, asumió el mando máximo. Para entonces, las FARC habían perdido poder militar, pero mantenían capacidad de daño.
El giro de Santos y la arquitectura de la rendición
Juan Manuel Santos fue ministro de Defensa de Uribe. Bajo su gestión se ejecutaron operaciones como Jaque, Fénix y Camaleón, que significaron golpes decisivos a las FARC. Pero cuando llegó a la presidencia en 2010, optó por romper con su antecesor. En 2012, en La Habana, inició negociaciones secretas con la guerrilla.
El Acuerdo de Paz, firmado en 2016, ofreció a las FARC curules automáticas en el Congreso (sin necesidad de votos), reconocimiento político, amnistías amplias y una justicia transicional hecha a medida: la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Incluso quienes habían cometido crímenes de lesa humanidad, como secuestros, asesinatos selectivos o reclutamiento de niños, pudieron evitar la cárcel a cambio de confesiones.
Cuando el Acuerdo fue sometido a plebiscito, el 50,2% de los colombianos lo rechazó. Pero Santos, con apoyo del Congreso, la Corte Constitucional y la comunidad internacional, decidió implementarlo de todos modos. En octubre de ese año, fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz. Lo que millones vieron como una rendición simbólica ante el terrorismo, fue celebrado en Oslo como un ejemplo. Era el triunfo del relato sobre la realidad.
La inversión del relato
Desde entonces, la historia comenzó a reescribirse. Las FARC fundaron el partido Comunes. Timochenko fue presentado como candidato presidencial. Carlos Antonio Lozada (Julián Gallo) y Pablo Catatumbo fueron elegidos senadores sin haber sido juzgados por tribunales ordinarios. Griselda Lobo —alias Sandra Ramírez, viuda de Tirofijo— ocupa una curul.
La prensa internacional empezó a hablar de «reconciliación», «transición» y «justicia restaurativa». Pocos mencionaban los 8.500 secuestros, los 340.000 asesinatos atribuidos al conflicto armado, o los 7.500 niños reclutados por las FARC, según cifras de la Comisión de la Verdad y el Centro Nacional de Memoria Histórica.
Al mismo tiempo, el expresidente Uribe fue imputado por presunto soborno y fraude procesal, en un caso basado en el testimonio de exparamilitares con versiones contradictorias. Renunció al Senado. En julio de 2025, fue condenado a doce años. El símbolo de la victoria republicana había sido convertido en paria institucional.
Un exguerrillero en la Casa de Nariño
En 2022, Gustavo Petro —exmilitante del terrorista M-19, grupo responsable del asalto al Palacio de Justicia en 1985— fue elegido presidente. Su victoria no fue una anomalía: fue la consecuencia lógica de una narrativa invertida. Colombia había transitado del rechazo a la violencia al reconocimiento de sus voceros como legítimos administradores del Estado.
Petro capitalizó el desgaste institucional, la fractura social, el miedo a un nuevo conflicto. Y se convirtió en el primer presidente exguerrillero de la historia republicana. Con él, la inversión simbólica se volvió estructural.
Uribe condenado. Timochenko libre. Santos condecorado. Petro presidente. Colombia no ha vivido una transición: ha vivido una inversión. No una reconciliación: una sustitución de referentes morales. La legalidad fue intercambiada por legitimidad revolucionaria. La victoria militar fue reemplazada por claudicación narrativa. La justicia, por teatralización. Hoy, quienes pusieron bombas legislan. Quienes defendieron el orden son perseguidos. Y el mundo aplaude la ceremonia.
Fuente: CanalB
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