Por Rodrigo Ballester, publicado en La Gaceta
No me fío de las indignaciones atosigantes y por tanto del despliegue de banderas palestinas por tierra, mar y aire, en festivales de cine, estadios, vueltas ciclistas, colegios, parques, parlamentos y pregones. Algo no me cuadra al leer las mismas cifras (cuya fuente es Hamás), las mismas imágenes, la misma narrativa y la misma insistencia en machacar las palabras «genocidio» o «hambruna» como si fueran trending topics. Y me perturba constatar que el keffieh se convierte en el bozal de moda para silenciar las dudas acerca de un conflicto que es todo, menos una cuestión de muy buenos y de muy malos.
La emoción «histerizada» es la coartada perfecta para que los hechos no empañen una buena historia de opresión. Así, es fácil omitir que todavía quedan cuarenta y cinco rehenes, que Israel no empezó esta guerra, que la iniciaron tres proxies de Irán de manera coordinada, que Hamás utiliza a los gazatíes como escudos humanos, que no les dejan ni refugiarse en los centenares de kilómetros de túneles cavados debajo de hospitales y escuelas. O que la neutralidad de la ONU es una cínica fantasía desde que Israel es un punto permanente en la agenda de su Comisión de Derechos Humanos y las resoluciones contra el estado hebreo el hobby preferido de la Asamblea General.
La intimidaciones son también muy útiles para olvidar que Israel se retiró de Gaza en 2004, que en dos décadas nadie recibió más ayuda humanitaria que esa pequeña franja que se especializó en construir túneles y no precisamente para mejorar el tráfico, que la Autoridad Palestina de Mahmud Abbas sigue subvencionando el terrorismo a través del siniestro programa pay for slay , que entre «the river and the sea» no caben dos estados y que es complicado acordar una tregua con el que jura y perjura exterminarte. Parece que en Europa basta con ondear una bandera palestina para omitir que Egipto tiene cerrada su frontera con Gaza a cal y canto, que la posición de Arabia Saudí o de los Emiratos es infinitamente más crítica que la de España o Francia o que los Hermanos Musulmanes (la matriz de Hamás) están prohibidos en varios países árabes mientras sus «oenegés» se pasean por los pasillos del Parlamento Europeo.
Tampoco me fío del ardor colectivo que pretende confundir una guerra con un genocidio y convierte un término jurídico tan grave como preciso en un frívolo eslogan. Porque no se comete un genocidio avisando de antemano por SMS de una intervención armada, porque Israel no deja de ser una gota de diez millones de judíos en un océano de 452 millones de árabes y que algunos de ellos son diputados de la Knesset, porque la población palestina ha crecido como nunca desde 1948 y el 20% de los israelíes son… árabes. Y sospecho mucho de los zelotas del «genocidio» que no escriben ni un tweet cuando milicias islamistas masacran a miles de cristianos en el Congo o en Nigeria. Pero sobre todo, me parece que llamar a Israel estado genocida es una obscena falacia porque la gran diferencia entre éste y Hamás es que uno no comete un genocidio porque no quiere y el otro porque no puede. No, una mentira repetida mil veces no tiene porque convertirse en verdad.
Finalmente, me molesta que la unanimidad del rebaño impida a millones de europeos hacerse la siguiente pregunta: ¿en el lugar de Israel qué harían, también se defenderían con uñas y dientes contra un enemigo empecinado en borrarlos del mapa? Llegado a este punto, me puede la consternación porque me temo que la respuesta es negativa. Después de décadas de paz y de prosperidad, parece que Europa ha perdido el instinto de supervivencia y no se atreve a nombrar a sus enemigos. Europa occidental lleva treinta años bajo la amenaza del terrorismo islamista, sus fronteras son un coladero por el que han llegado un sinfín de violadores, asesinos y terroristas. Está directamente amenazada por una islamización rampante y, aún así, millones de europeos acusan a Israel de todos los males y blanquean a Hamás, uno de los brazos armados de la hidra islamista que sueña con transformar el viejo continente en califato.
Es una guerra, una terrible, lamentable y trágica guerra, con destrucciones, muertes inocentes, hambre y sufrimiento por ambas partes. Pero no es una masacre unilateral, ni un macabro capricho de Israel y mucho menos un genocidio. Ante este derroche de indignación demasiado bien orquestado, y más allá del cinismo de algunos políticos que utilizan Gaza para cubrir sus vergüenzas nacionales, no dejo de pensar que, en el fondo, lo que realmente irrita a millones de europeos es ver a un pueblo luchar con uñas y dientes por su supervivencia. Porque ser es defenderse y el problema número uno de Europa occidental es que ya no quiere existir.
Fuente: CanalB
Mary Laos, representante de Mission…
Durante una entrevista en el…
Durante una entrevista en el…
El Comando Vermelho es hoy una…
En el marco de la Feria Perú…