Por Augusto Cáceres Viñas, médico y gestor público
Exalcalde de San Isidro (2019–2022)
Respuesta desde el Perú a quienes anuncian su muerte.
El Perú, a pesar de que algunos no la quieran, otros la usen y muchos la denigren, sigue aferrado a la democracia, con dientes y uñas. No la sostienen los políticos, sino los ciudadanos que aún creen en la libertad como la única vía posible.
Entre 2001 y 2016, durante quince años, el país vivió sucesiones democráticas ininterrumpidas, algo no visto en un siglo. Parecía que la democracia peruana, aún imperfecta, se consolidaba al fin. La pobreza se redujo del 54 % al 24 %, un logro que muchos llamaron “el milagro peruano”. Todo indicaba que la democracia no solo había madurado, sino que empezaba a dar frutos.
Sin embargo, algo no había cambiado: la clase política. Como suele decirse, “todo era demasiado bueno para ser cierto”. La ilusión se fue desvaneciendo desde 2016, año en que comenzó un ciclo de inestabilidad que nos ha dejado siete presidentes en menos de una década. Las causas son múltiples, pero el fondo es claro: una profunda mediocridad e inmadurez política, amplificada por la mezquindad de quienes confunden el poder con el botín.
El dominio ideológico y la captura del Estado
Tras la caída del fujimorismo en 2001, una corriente de izquierda autodenominada “progresista” empezó a ocupar espacios en el Estado. No fue un movimiento electoral, sino burocrático: reemplazó a los cuadros técnicos vinculados al conservadurismo o al liberalismo por una nueva élite ideologizada, que se autoproclamó superior moral e intelectualmente. Con el tiempo, esa élite se convirtió en lo que muchos llaman la “dictadura caviar”: un poder invisible que opera desde consultorías, consejerías y ministerios, moldeando políticas públicas sin responsabilidad política alguna.
Esa hegemonía instaló una agenda importada: ideología de género, relativismo histórico, alineamiento automático con políticas supranacionales y la sustitución del civismo y la historia nacional por un discurso multicultural que fragmentó la identidad peruana. La educación cívica, la instrucción pre-militar y la enseñanza patriótica fueron reemplazadas por un discurso que privilegia lo externo sobre lo propio. Así comenzó a erosionarse el sentido de nación.
La descentralización mal concebida del gobierno de Toledo agravó la fragmentación. Lejos de fortalecer al Estado, lo desmembró en parcelas de poder regional dominadas por caciques locales. Dos décadas después, ese experimento solo puede calificarse de fracaso deliberado: debilitó al Estado en nombre de una autonomía mal entendida.
A ello se sumó la destrucción del principio de meritocracia. La mediocridad se institucionalizó, especialmente en el sector educativo, donde el sindicato magisterial se convirtió en el verdadero rector del sistema. Lo poco que se había avanzado en profesionalismo y evaluación se desmanteló en nombre de una supuesta inclusión.
La reacción política y el estallido de la crisis
En 2016, contra todo pronóstico, el fujimorismo obtuvo 78 de 130 congresistas, un hecho inédito. Pero el caso Odebrecht, revelado ese mismo año, sirvió de pretexto para que la élite ideológica afianzara su poder dentro del sistema judicial. Amparados en la bandera anticorrupción, se crearon leyes y mecanismos que permitieron perseguir selectivamente a sus adversarios políticos y neutralizar toda oposición.
Mientras tanto, el país se hundía en la informalidad, el desorden y la delincuencia. La minería ilegal, el tráfico de tierras y la criminalidad se extendían con impunidad en regiones como Madre de Dios, Puno o Trujillo. La inmigración masiva y descontrolada complicó aún más la situación. La economía, sostenida por el modelo de libre mercado heredado de la Constitución de 1993, seguía funcionando, pero el Estado se mostraba cada vez más débil y corrupto.
Como toda acción genera reacción, el sistema que esta élite construyó empezó a derrumbarse por su propio peso. La polarización entre fujimoristas y antifujimoristas se diluyó, la informalidad que fomentaron se les volvió en contra, y la criminalidad que ignoraron terminó devorando a su propio proyecto político.
El gobierno de Pedro Castillo, elegido con un discurso radical y oportunista, fue el último intento de esa corriente por sostener el control desde las sombras. Su caída, tras un intento de golpe de Estado y más de 60 muertos como consecuencia del golpe, marcó el inicio del fin de esa hegemonía. Los peruanos comprendieron entonces que el verdadero peligro no era un caudillo, sino el deterioro deliberado de las instituciones por quienes se creían los guardianes morales del país.
Una democracia sostenida por ciudadanos, no por élites
El Congreso actual —con todas sus deficiencias— refleja lo que somos: un país con demócratas y autoritarios, honrados y corruptos, capaces e incapaces. No es producto de una conspiración, sino de una sociedad diversa y contradictoria. Y, a pesar de sus errores, representa hoy un intento —imperfecto, pero genuino— de preservar el orden democrático frente a la captura ideológica del pasado reciente.
Como advertía Maquiavelo, la sabiduría política consiste en reconocer la naturaleza del problema y optar por el mal menor. En el Perú de hoy, ese mal menor ha sido sostener un sistema parlamentario que, aunque ineficiente, impidió el avance de proyectos autoritarios. La democracia peruana sobrevive no por la lucidez de sus gobernantes, sino por la obstinación de sus ciudadanos.
A diferencia de lo que algunos observadores extranjeros sostienen, el Perú no es un Estado fallido ni una democracia moribunda. Es una nación que resiste, que tropieza, pero no se rinde. No vivimos el fin de la democracia, sino un proceso de purificación forzada: la caída de falsos mesías y de élites arrogantes que confundieron al Estado con su feudo.
El renacimiento posible
El Perú está saliendo del hoyo que esa élite cavó durante dos décadas, y lo hace con el esfuerzo de millones de emprendedores, estudiantes, campesinos, artesanos y profesionales que creen en el trabajo honesto y en la libertad. Nuestra democracia no se salva en los congresos ni en los tribunales; se salva en las casas, en las escuelas y en los centros de trabajo, donde todavía se enseña el valor del esfuerzo, la lealtad y la patria.
Las elecciones de 2026 no serán nuestra última oportunidad, sino una más en la larga batalla por reconstruir la República. Puede que el resultado no satisfaga a todos, pero los verdaderos demócratas seguirán bregando por un país mejor, desde sus familias y comunidades, con humildad y esperanza.
No, la democracia no ha muerto. Mientras exista un solo peruano dispuesto a defenderla, seguirá viva. Porque el peor gobierno democrático siempre será infinitamente superior al mejor gobierno dictatorial, cualquiera sea su pelaje.
Fuente: CanalB
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