Fuente: EL REPORTE
Los procesos de confrontación política en países con bajos niveles de institucionalidad solían recurrir a los tanques. Los uniformados, ante la incapacidad de los civiles, deliberan y decidían encausar el devenir político de las naciones. Se realizaban, así, interrupciones a los regímenes democráticos. Se entraba en la autocracia.
Con la globalización de las formas democráticas (la tercera ola de democratización, la llamó Samuel Huntington), los golpes castrenses entraron en proceso de extinción. Siguen existiendo, pero en franco retroceso. Para acabar con las confrontaciones políticas se comenzaba a recurrir a las herramientas constitucionales, a las vacancias presidenciales y a los cierres del parlamento.
Esto, en primera instancia, parecía positivo. La democracia sobrevivía. No había interrupción en el régimen, sino solo cambios en el gobierno. Parecía un avance, una reforma en el actuar de los políticos y, por supuesto, de las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, los golpes de estado también evolucionaron. Empezaron los golpes con adjetivos o apellidos: golpe parlamentario, golpe civil, golpe desde el Ejecutivo, entre otros acompañamientos novedosos a la antigua forma de golpe de Estado. Ya no eran golpes en estilo de Julio César, Napoleón Bonaparte o, para el caso peruano, Juan Velasco Alvarado, sino que ahora se les reviste de constitucionalidad y legalidad.
Todo cambio tiene y tendrá pros y contras. A la par del detrimento de la deliberación de las FF. AA, los civiles proliferaban en la mal utilización de las formas democráticas. Y eso es lo que pasó un día como hoy hace 3 años. El ex presidente Martín Vizcarra decidió disolver “constitucionalmente” el Congreso.
Como señalamos en el editorial de esta edición, no consideramos constitucional aquella decisión. De hecho, creemos que se cerró un poder del Estado sin mayor argumento legal. A la luz del derecho constitucional comparado y a la tradición peruana de la Confianza, la denegación fáctica no solo es una leguleyada, sino que fue el caballo de troya para que Martín Vizcarra implemente su proyecto político sin contrapeso. Pero el tiro, literalmente, le salió por la culata y las leyes del karma se encargarían de ponerlo en su lugar. El siguiente Congreso lo vacaría bajo los causes de la más certeza constitucionalidad.
El cierre del Congreso y la vacancia a Vizcarra, procesos distintos, pero unidos por el personaje protagonista, tienen un punto de coincidencia: las “grandes mayorías”, la Opinión Pública representada en encuestas y en las “calles”, estuvo del lado de Vizcarra. Y su apoyo era, sobre todo con el cierre, abrumador. La prensa y las redes sociales cantaban a favor de Vizcarra al unísono. Las demás instituciones, como el Tribunal Constitucional, las Fuerzas Armadas, la Defensoría del Pueblo, entre otras, también. No había espacio para el debate cuando Vizcarra cerró el Congreso. Todo parecía sospechosamente alineado.
Cuando la decisión se tomó, fue imposible debatir sobre ella. A tal punto llegó la imposición de la posición vizcarrista que la procuraduría de la PCM denunció a Pedro Olaechea, entonces presidente del Congreso, por usurpación. Si no se estaba con Vizcarra, el destino (pretendían) era la cárcel. Eso es autoritarismo.
Sobre el 30 de setiembre hay mucho que reflexionar y pensar. La pandemia que vino al año siguiente, la consecuente elección de Pedro Castillo y el infinito espiral de crisis política, sacaron del radar este suceso. Ya es hora de recordar el día en que sin mayor argumento se cerró el Congreso de la República. El día en que fuimos víctima de un cesarismo justificado en la Opinión Pública. Porque para eso existen las instituciones de contrapeso de poder, para evitar la dictadura de las mayorías, esta que a veces se camufla como democracia…
La presente edición de El Reporte está dedicada, en entero, al proceso de la memoria sobre esta efemérides. Esperemos que sirva para reflexionar sobre los atropellos a la institucionalidad, pero también para hacer autocrítica, ¿Cómo dejamos que un líder populista llegue a tal punto?, ¿Cómo no aprendimos la lección y dejamos que se elija a uno peor y más peligroso año y medio después?, ¿Por qué el sector democrático, en pleno siglo XXI, sigue siendo vencido por los actores con ínfulas autoritarias? La democracia (la libertad política y económica) es un fin en si mismo por el que nunca se debe dejar de luchar, pero a veces hay que reformular estrategias para que triunfe…
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Fuente: CanalB
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