Por Augusto Cáceres Viñas
Como parte de la llamada Guerra del Pacífico, el 26 de mayo de 1880 —hace 145 años— se libró la batalla del Alto de la Alianza, desarrollada en la meseta del Intiorko, a ocho kilómetros al norte de la ciudad de Tacna, entre los ejércitos aliados del Perú y Bolivia, y el ejército chileno.
Los chilenos, con 15 mil soldados, habían desembarcado en Ilo el 26 de febrero de 1880, casi dos meses antes de la batalla, sin que el Perú ofreciera resistencia alguna. Ya asentados y dueños de ese vasto territorio, decidieron marchar hacia el encuentro del ejército aliado, distante unos 160 kilómetros del puerto. Lo hicieron a paso forzado durante tres semanas, sin ser molestados ni hostigados en su desplazamiento.
Los aliados, con aproximadamente 9 mil hombres —en partes iguales entre peruanos y bolivianos— decidieron esperar a los invasores en la enorme explanada del Intiorko.
El jefe del ejército aliado (peruano-boliviano) era el general Néstor Campero, presidente de Bolivia. El del ejército peruano, el almirante Lizardo Montero. Y el del ejército chileno, el general Manuel Baquedano.
Los invasores contaban con 37 cañones Krupp de largo y corto alcance, modernos y devastadores. Además, disponían de mil jinetes excelentemente montados y equipados.
En contraste, el ejército aliado apenas tenía entre 12 y 15 cañones, todos ellos anticuados y de corto alcance. La caballería boliviana sumaba unos 200 jinetes, mientras que la peruana —bajo el mando del legendario coronel Gregorio Albarracín— apenas llegaba a 250 o 300, mal equipados y con monturas deficientes.
El combate se inició a las cinco de la mañana. Peruanos y bolivianos se defendieron con bravura ejemplar. Por momentos, dada su férrea resistencia, pareció que los chilenos retrocedían. Pero entonces entró en juego la brutal artillería, la abrumadora superioridad numérica y, sobre todo, la reserva chilena, que —aunque algunos lo nieguen— fue utilizada.
A las dos de la tarde, tras ocho horas de encarnizados combates, incluso cuerpo a cuerpo, lo inevitable ocurrió: las líneas aliadas se quebraron, y comenzó el repliegue.
El Perú sufrió alrededor de dos mil bajas. Entre ellas, 185 jefes y oficiales; casi toda su oficialidad pereció o resultó herida.
Así lo relata Jorge Basadre:
“Los héroes peruanos caídos sumaban seis coroneles, siete tenientes coroneles, catorce sargentos mayores, dieciocho capitanes, veinte tenientes.
Los heridos: un coronel, ocho tenientes coroneles, nueve sargentos mayores, veinticuatro capitanes, treinta y dos tenientes y veintisiete subtenientes”.
En total: 185 jefes y oficiales.
Entre los héroes caídos destacó el anciano coronel Jacinto Mendoza. Recibieron heridas mortales el comandante Belisario Barriga, primer jefe del batallón Victoria, y el comandante Antonio Ruedas, segundo jefe del batallón Huáscar.
“Este último batallón había sido formado y disciplinado en el Cusco por los alumnos de la Escuela de Clases —los famosos Cabitos. De él murieron sus jefes, dieciocho oficiales y buena parte de sus cuadros”.
“El comandante Julio Mac Lean, del batallón Arica, vestido con sus mejores galas de jefe, sucumbió marchando a pie, haciendo que su corneta de órdenes llevara su caballo por la brida. Momentos después cayó el jefe del batallón Zepita, el intrépido Carlos Llosa”.
“Uno de los últimos comandantes en caer fue el coronel Víctor Fajardo, rival de Cáceres en prestigio. Vestido también de gran parada, montaba un alazán inglés traído desde las salitreras de Tarapacá. Solo cuando tres balas hirieron mortalmente a su caballo, consintió en ser llevado a la retaguardia. Continuó combatiendo a pie, hasta que una bala le quitó la vida”.
“Cáceres, que ya había perdido dos caballos, y Suárez, herido en una pierna, acudieron al lugar donde Fajardo había caído. Más tarde entregaron a su hijo —alférez del mismo cuerpo— las prendas más queridas del coronel, incluso su anillo de alianza”.
“No lejos de allí, cubierto apenas por un paletó civil que mal ocultaba sus insignias, yacía muerto el coronel Sebastián de Luna, de los Cazadores del Misti”.
“La división de reserva de Tacna también luchó con bravura. Su comandante, Napoleón Vidal, resultó herido y murió poco después. También cayó el comandante de la fuerza de Para, Samuel Alcázar”.
“De la caballería, murieron en el campo el segundo comandante Reina y el tercero, Birme”.
Allí, en la meseta del Intiorko, el Perú, una vez más en esa infausta guerra, dio una lección de pundonor, entrega y amor por la patria. Miles entregaron sus vidas por este suelo, como tantas veces lo hemos hecho a lo largo de nuestra historia en las horas más aciagas.
La epopeya escrita entre 1879 y 1883 se forjó con sangre y martirio. Hoy, injusta y paradójicamente, muchos de esos héroes son olvidados por nosotros, sus descendientes. Tenemos el deber sagrado de mantener viva la llama de su ejemplo, de su amor por el Perú y su patriotismo sin igual. Su sacrificio debe guiarnos en la construcción de la patria por la que murieron: una patria grande, inviolable y gloriosa.
Una patria libre, fuerte, y firme, sostenida por los más nobles valores y principios republicanos, aquellos que los condujeron a la inmortalidad.
Estamos en deuda. No solo por olvidarlos y no conmemorar su entrega, sino por permitir que hoy —145 años después— los enemigos del Perú lo sigan saqueando y destruyendo, tal como lo hicieron aquellos invasores.
Nunca debemos olvidarlo.
¡Vivan los héroes del Alto de la Alianza!
¡Viva el Perú!
Fuente: CanalB
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