Por Augusto Cáceres Viñas
Desde que Atahualpa pagó un rescate descomunal a los españoles —equivalente a más de siete toneladas de oro y doce de plata, hoy valoradas en aproximadamente 1,200 millones de dólares—, el oro peruano ha cargado con una historia maldita.
Ese oro convirtió a España en el imperio más poderoso del planeta durante casi tres siglos. Mientras tanto, el Perú, desangrado y saqueado, se sumía en el olvido y el abandono. Oro maldito.
Durante el Virreinato, para extraer ese oro se utilizaban anualmente a más de 30 mil personas, entre indígenas y mestizos, la mayoría obligados. La tasa de mortalidad entre estos mineros era alarmante: entre el 25 y el 50%, debido a las inhumanas condiciones de trabajo. Esta fue una de las causas fundamentales del colapso demográfico que sufrió el Perú colonial. Oro maldito.
Con la llegada de la República, se abandonó temporalmente la explotación aurífera: las vetas superficiales y el oro aluvial parecían haberse agotado. Otras riquezas capturaron nuestra atención: el guano, el salitre, el caucho, el algodón, la caña de azúcar, la pesca, el petróleo… Casi todas las depredamos; otras, como el petróleo, no fueron tan abundantes ni valiosas como se esperaba.
Y sin embargo, parafraseando a Raimondi, el Perú sigue siendo un mendigo sentado sobre un banco de oro.
Una nueva fiebre del oro se desató en la década de 1990 con el hallazgo de yacimientos en Cajamarca. Luego vino La Libertad, con minas como La Poderosa, Pierina y muchas más. El potencial aurífero del país quedó claro. Las grandes mineras llegaron, junto con concesiones extensas.
Pero también llegó la sombra de la informalidad, que arrasó Madre de Dios con el oro aluvial, y los cerros de Ananea en Puno con minería de socavón. En Arequipa, Caravelí es otro epicentro. Y hoy, los execrables asesinatos en Pataz nos recuerdan, quinientos años después, que el oro sigue siendo maldito para la gran mayoría de peruanos.
¿Qué hacer?
Con nueve millones de peruanos en situación de pobreza, el Estado debe dar un giro radical y apostar por una política minera inclusiva, que apoye, oriente y aliente a todos los ciudadanos que deseen convertirse en mineros.
Si el Perú se precia de ser un país de emprendedores, trabajadores incansables que arriesgan todo por salir adelante, entonces el Estado y sus gobiernos —transitorios por naturaleza— tienen la obligación de promover una verdadera articulación entre la gran, mediana y pequeña minería.
Los peruanos debemos sentir que el oro que yace en nuestras tierras nos pertenece y debe beneficiarnos a todos. Ninguna mafia delincuencial puede prosperar en una sociedad donde las riquezas se distribuyen con justicia y legalidad.
Las normas deben ser realistas y flexibles, capaces de facilitar la formalización de quienes, de buena fe, desean ingresar al rubro minero, ya sea en emprendimientos grandes, medianos o pequeños.
Debemos construir una gran Alianza del Oro, por la riqueza de todos los peruanos.
Es necesario impulsar una nueva visión —pero sobre todo, una nueva acción— que ataque de raíz la informalidad, y permita la reorganización de nuestro país con un Estado eficiente, donde policías, fiscales y jueces sean verdaderos defensores de la legalidad y garantes de los derechos ciudadanos.
De no ser así, acabaremos como Atahualpa: pagamos el rescate, obedecemos lo que otros nos exigen… y aun así nos condenan. No solo no logramos nada; lo perdemos todo.
Fuente: CanalB
Phillip Butters, quien se perfila…
Durante su participación en la…
El Congreso de la República aprobó…
El Jurado Nacional de Elecciones…
El Gobierno dispuso la suspensión…