Por Mario Ghibellini, periodista
Publicado en El Comercio
El no tan áureo valor de la palabra de López Aliaga.
Antiguamente, se utilizaba la expresión “hablando en plata” para indicar que aquello que se estaba diciendo era la purita verdad. En un conocido poema suyo, César Vallejo extremó el sentido figurado de tal idea y acuñó la locución “hablando en oro”. Un giro del que Rafael López Aliaga parecería haberse hecho eco cuando, tres años atrás, a poco de haber sido elegido alcalde de Lima, declaró en una entrevista que no postularía en el 2026 a la presidencia y, ante las dudas que su afirmación suscitaba en su entrevistador, añadió: “Yo cuando doy mi palabra, mi palabra vale oro”. Como se sabe, sin embargo, hace pocas semanas el líder de Renovación Popular renunció a la alcaldía para poder hacer lo que aseguró que no haría. Aquello, por cierto, tiene un nombre y no es precisamente el de “verdad”.
Así, la presunta naturaleza áurea de su palabra se descascaró de pronto y empezó a asemejarse más bien a ese otro mineral de engañoso brillo coloquialmente llamado “el oro de los tontos”: la pirita. El problema que ello supuso, además, no se agota en la nula consecuencia exhibida a propósito de lo sentenciado en la entrevista. Se extiende al compromiso tácito que adquirió con sus electores cuando postulaba al sillón municipal metropolitano. No les pidió él el voto para ser su alcalde por tres años y luego dejar el cargo para perseguir otras aspiraciones políticas, sino para gobernar la capital por los cuatro años que comprendía el periodo y entregarles una Lima convertida en “potencia mundial”: otra oferta que no daría la impresión de haberse hecho realidad. El deleznable valor de la palabra de Porky, no obstante, no preocupa a los festejantes de su candidatura. “No le vas a pedir, pues, a un político que diga la verdad”, sostienen… Sin percatarse de que están recitando las minuciosas razones por las que esa candidatura resulta tan descartable como tantas otras.
–Goldfinger–
Recordemos algunos casos para ilustrar la idea. Cuando PPK, por ejemplo, juró como primer ministro del gobierno de Alejandro Toledo, allá por el 2005, estaba incumpliendo con el juramento que había hecho previamente frente a las autoridades de Estados Unidos al adquirir la ciudadanía de ese país. Esto es, el de renunciar “por completo a toda lealtad a cualquier príncipe, potentado, estado o soberano extranjero” del que hubiera sido súbdito o ciudadano anteriormente. Cuando Susana Villarán, por otra parte, postuló a la reelección como alcaldesa de Lima en el 2014 faltó a la promesa de no hacerlo que había formulado solo unos meses antes. Y, por último, cuando en el 2018, el ahora detenido (en su domicilio) César Villanueva asumió el premierato del gobierno de Martín Vizcarra, le dio la espalda a la oferta de no sucumbir a tal tentación que había lanzado con solemnidad prácticamente en la víspera. Así las cosas, no es de sorprender el infortunado desenlace que tuvo luego la aventura política de cada uno de ellos. ¿Se parece entonces Rafael López Aliaga en algún sentido a PPK, a su querida Susana Villarán o a César Villanueva? La respuesta a esa pregunta se cae de madura.
La fiabilidad de la palabra, pensamos en esta pequeña columna, es la materia misma de la que tendría que estar tejida la relación entre quien ejerce una función de gobierno y sus gobernados. Y cualquiera que se jacte de haberla socavado escupiendo pepitas de oro trucho aun antes de haber llegado al poder no es un héroe, sino un villano de película. Por más que un sector de la platea se afane por aplaudirlo.
Fuente: CanalB
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